miércoles 24 de diciembre de 2025
24 de diciembre de 2025 - 00:04

Los Cambiaso: la sangre, el campo y el tiempo

Una familia forjada en la provincia de Buenos Aires, donde el juego se aprende desde temprano, se comparte sin imposiciones y se transmite con pasión argentina.

En el campo el tiempo no corre: se estira. Se acomoda a la sombra de los árboles, se deja domar por el viento, espera. En Cañuelas, donde el polvo se levanta con nombre propio y los silencios dicen más que las palabras, nació Adolfo Cambiaso. Y ahí, aun cuando el polo lo llevó a recorrer el mundo, siempre volvió a empezar todo.

Cañuelas no es solo un lugar de origen: es una forma de entender la vida. Allí las mañanas arrancan temprano y las tardes se alargan sin pedir permiso. Crecer en ese entorno implica aprender que nada se fuerza y que todo llega cuando está listo. Adolfo absorbió esa lógica antes de saber que el polo sería su destino.

Esa raíz bonaerense nunca se perdió: se volvió brújula. Por eso, incluso en los años de mayor exposición, cuando los aeropuertos se volvieron rutina y los trofeos se acumulaban, siempre regresó al mismo punto. Volver no era retroceder: era recalibrar, apoyarse otra vez en la tierra para seguir.

Fundación de la Dolfina

Antes de ser leyenda fue un chico inquieto, casi indomable. Probó deportes, buscó su lugar, se midió con el agua, con la raqueta, con el palo de golf. Pero el polo estaba ahí, esperándolo, como esperan las cosas que no se pueden evitar. En la estancia familiar “La Martina” aprendió lo esencial: el caballo no perdona, el error se paga y el talento, si no se trabaja, se pierde.

La inquietud no era capricho: era búsqueda. Necesitaba medir su cuerpo, su cabeza, su coraje. Cada deporte fue una prueba, una forma de entender el riesgo y la precisión. Nada fue tiempo perdido. Todo terminó decantando en el polo, un juego que exige concentración total y castiga la improvisación.

En “La Martina” no había discursos épicos ni promesas de grandeza. Había rutina, exigencia y corrección permanente. Aprendió a caerse y a levantarse, a repetir cuando dolía, a aceptar que el caballo también decide. Esa escuela no da títulos, pero deja marcas profundas.

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A los doce años tenía hándicap. A los diecinueve llegó a diez goles. Nadie lo había hecho tan rápido. El número empezó a pesar más que el apellido. Adolfo dejó de ser promesa para convertirse en certeza. Pero el polo no es solo brillo: es golpe, caída, riesgo. Y eso lo entendió desde temprano.

El hándicap llegó como consagración y como carga. Desde ese momento, cada partido dejó de ser un juego para transformarse en examen. La expectativa ajena se volvió permanente. Adolfo aprendió rápido que convivir con la presión también es parte del oficio.

La certeza reemplazó a la promesa, y con ella apareció el peligro mayor: creerse invulnerable. El polo se encargó de recordarle que no existe talento que esquive una caída. Cada fractura fue una advertencia. Cada golpe, una lección. Así se fue formando un jugador completo, consciente de sus límites.

Fundación de La Dolfina

Cuando en 1997 fundó La Dolfina, no estaba armando solo un equipo: estaba trazando una frontera. Un proyecto propio, nacido del barro bonaerense, que con el tiempo sería club, haras, marca, usina genética y centro de alto rendimiento. Adolfo detectó antes que nadie que el polo moderno necesitaba algo más que romanticismo: necesitaba método, inversión y cabeza fría.

La Dolfina nació como intuición, pero creció como sistema. No fue solo un conjunto de grandes jugadores, sino una forma nueva de pensar el deporte. Profesionalizar sin perder identidad. Ganar sin descuidar el proceso. Anticiparse cuando otros todavía permanecían en el pasado.

Ese proyecto se expandió hasta volverse ecosistema: caballos, genética, planificación, preparación física. Todo respondía a una lógica clara. Ganar dejó de ser casualidad para convertirse en consecuencia. Y cuando el éxito se vuelve constante, el desafío ya no es vencer: es sostenerse.

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Ganó todo. Palermo, Tortugas, Hurlingham. Argentina, Inglaterra, Estados Unidos. Ganó tanto que durante años pareció no tener rival. Pero el éxito también pasa factura. Golpes, fracturas, infiltraciones. El mejor jugador del mundo cargaba además con la obligación de sostener a su equipo. Y un día comprendió que, si quería continuar, debía cambiar.

Sostener la cima resultó más difícil que alcanzarla. La Dolfina fue durante años el equipo a vencer, el espejo incómodo para todos. Esa hegemonía tuvo un costo físico y emocional que no siempre se ve en los resultados.

Cambiar implicó decisiones dolorosas. Adolfo decidió repartir el juego, repartir el desgaste. Salieron amigos, entraron rivales. El equipo se volvió casi mecánico, perfecto. Dominó una década entera. Nueve Abiertos de Palermo. Tres Triples Coronas. Cuando ese ciclo empezó a pesar más de lo que rendía, lo desarmó antes de que se rompiera. Como hacen los que saben.

María, el pilar de los Cambiaso

Pero la historia no se explica solo en las canchas: se explica en la casa, en la familia.

A su lado, desde hace más de dos décadas, lo acompaña María Vázquez. Compañera silenciosa, sostén constante. Mientras el mundo pedía resultados, ella sostuvo la normalidad. Juntos construyeron un hogar donde el polo no fuera una condena, sino una posibilidad. Donde el apellido no aplastara, sino que abriera puertas.

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María nunca buscó ser el centro de la escena, pero siempre ocupó el centro del sistema. Fue refugio, equilibrio, contención. En un entorno atravesado por la exigencia, sostuvo lo cotidiano.

Criar hijos en ese contexto no es sencillo: requiere límites, silencios y decisiones firmes. María garantizó que hubiera elección, que el juego no fuera imposición. Que la vida existiera más allá del resultado.

Mía, consagración compartida

Mía fue la primera en demostrarlo. Jugadora de alto nivel, creció entre caballos y aeropuertos, pero también entre decisiones propias. En 2025 escribió una página imposible: ganó el Abierto Británico junto a su padre. Padre e hija levantando la Copa de Oro en Inglaterra. Él con la mano fracturada. Ella como figura. Dos generaciones unidas por el mismo juego, pero ya no por la misma función.

Mía, consagración compartida

Lo de Mía no fue simbólico: fue deportivo. No jugó para acompañar, jugó para ganar. Y ganó. Ese título marcó un cambio definitivo en los roles.

La escena resumió una época. No fue el cierre de un ciclo, sino su transformación. El legado ya no estaba solo en lo hecho, sino en lo que se permitía.

“Poroto”, la calma heredada

“Poroto” es la continuidad más visible. Talentoso, sereno, precoz. Campeón de Palermo con su padre, campeón en Inglaterra, jugador de elite sin necesidad de sobreactuar el apellido. Juegan juntos sin jerarquías forzadas. El vínculo se armó desde el disfrute. “Que juegue y sea feliz”, repite Adolfo, como si ahí estuviera la verdad que no aparece en las estadísticas.

Poroto, la calma heredada

En “Poroto” subsiste algo que no se entrena: la calma. Juega como si el contexto no pesara. Como si el apellido fuera apenas una anécdota.

Compartir cancha sin imponer roles es un logro raro. Padre e hijo se leen, se respetan. No existe tutela: abunda el disfrute. Y ahí aparece una verdad simple: jugar bien también es jugar feliz.

Myla, el tiempo como aliado

Myla, la menor, todavía en formación, ya se mueve con naturalidad entre el campo y la exposición. Presenta caballos, participa, observa. No existe apuro. En los tres hijos se repite una idea: libertad. Un lujo que pocos apellidos permiten. Crece sin urgencias. Aprende mirando. En un mundo que acelera procesos, su tiempo va a contramano, y eso es una decisión.

Myla, el tiempo como aliado

No existe una atosigante presión por definir caminos. El polo aparece como opción, no como destino. Esa libertad, en este apellido, es una conquista.

Lazos familiares

La familia se completa con los Castagnola. Bartolomé “Lolo”, cuñado de Adolfo, siete veces campeón de Palermo. Sus hijos, Camilo y Bartolomé, figuras del polo mundial. Durante años hubo distancia. No pelea, sino frío. Caminos separados. El polo, otra vez, fue el puente.

La distancia no fue conflicto abierto, sino silencio prolongado. Hasta que los más jóvenes entendieron que la historia podía escribirse distinto.

Cuando llamaron a su tío no fue para juntar estrellas, sino para cerrar filas. Así nació La Natividad-La Dolfina. Cuarenta goles. Talento, historia y sangre en la misma cancha. “No se juntan los galácticos, se junta la familia”, afirmó Adolfo.

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En 2025 ganaron todo. Tortugas, Hurlingham, Palermo. La Triple Corona volvió a escribirse. Diez años después, la hazaña se repitió. Adolfo ya no fue el supercrack omnipresente. Fue líder. Ordenó. Apareció cuando hizo falta.

“A los 50 tuve el mejor año de mi carrera”, sentenció. No hablaba solo de títulos. Hablaba de recorrido. Jugó y ganó con su hijo, con su hija, con sus sobrinos. Cerró heridas. Volvió a la mesa compartida. Reconciliando algo más difícil que ganar Palermo: el tiempo.

La historia se sigue escribiendo

En 2026 volverá a jugar. Con 51 años. Con el mismo equipo. A un título del récord histórico de Harriott. Nadie se anima a descartarlo. Porque Adolfo siempre corre un poco más el arco. Porque en el campo el retiro no se anuncia: se posterga.

Los Cambiaso no son solo una familia de polistas: son una saga bonaerense que convirtió al polo en herencia, identidad y refugio. Y mientras exista una cancha marcada, caballos listos y una tarde larga por delante, la historia seguirá escribiéndose. Sin apuro. Como se vive en el campo.

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