Diciembre llegó con su inevitable mezcla de fiestas, balances personales y ese nerviosismo colectivo que parece cambiar de canal con cada titular. Pero este año, además, trae un condimento extra: una nueva oleada de decisiones políticas que tensionan aún más ese aire de final de año.
En estos días vimos cómo Javier Milei y su gobierno activaron una nueva etapa: se oficializó la salida de Patricia Bullrich del Ministerio de Seguridad y como su sucesora asumió Alejandra Monteoliva. Esa escenografía no es menor: cambia la cara visible del área de Seguridad en un momento en que el gobierno acelera su agenda, y confirma que diciembre no será un mes de pausa, sino un mes de decisiones.
Al mismo tiempo, se confirmó que el Congreso funcionará en sesiones extraordinarias entre el 10 y el 31 de diciembre, con posibilidades de prolongar hasta enero, para tratar reformas clave: el presupuesto 2026, la reforma laboral, tributaria y una reforma del Código Penal.
Ese combo, cambios de gabinete, agenda legislativa intensa, definiciones institucionales, tiñe el aire político de urgencia. Para muchos dirigentes, es “ahora o nunca”: o se salda algo de su plan de gobierno, o se pasa a un próximo año con decretos pendientes, debates pospuestos y promesas en el aire.
Esperanzas y temores
Para los ciudadanos, sin embargo, el desenlace suena distinto. Diciembre llega con esperanzas y temores mezclados: hay quienes pueden sentirse aliviados si algunas medidas resultan en estabilidad (por ejemplo, una baja de inflación, un orden fiscal o una reforma que reactive empleo), pero también hay cansancio, incertidumbre y prudencia: en un país donde cada cambio de gabinete o ajuste normativo significa un giro en las reglas del juego, muchas familias, especialmente las más vulnerables, ya están ocupadas pensando en fin del mes, en pagar facturas, en planear las fiestas, en estirar el salario lo más posible.
Quizás lo más duro sea la sensación de vivir en “modo emergencia permanente”. Que diciembre no signifique fin de año, sino un checkpoint más de un ciclo sin pausas, y que, en medio del vértigo del poder, muchas veces la gente sólo busque un poco de sosiego, de certezas mínimas, de rutina cotidiana.
Mirada atenta a lo que viene
Si algo exige este diciembre, es mirar con atención lo que viene: las leyes que aprobarán, los nombres que se siguen moviendo, las promesas que se renuevan. Pero también exige, como casi siempre, mantener esa tensión silenciosa de la ciudadanía: la de no subestimar el impacto real de las decisiones políticas en quienes construyen el país todos los días.
El ciudadano argentino, ese que trabaja, viaja en transporte público, hace cuentas para las fiestas, piensa en el próximo año escolar o en las vacaciones que tal vez no lleguen, observa expectante con una mezcla de resignación, escepticismo y, a veces, esperanza. Sabe que en diciembre todo puede pasar, que el clima institucional suele ponerse más eléctrico, y que muchas tensiones se acumulan justo cuando el humor social está más frágil.
Pulseadas y definiciones
Ahí aparece el contraste: mientras la política suele asumir diciembre como un escenario de pulseadas y definiciones, la gente lo transita como puede, tratando de que el ruido externo no empeore las tensiones internas. En un país acostumbrado a la incertidumbre, el fin de año siempre es un recordatorio de cuánto pesan las decisiones oficiales en la vida cotidiana: un anuncio económico puede reorganizar las prioridades familiares, un conflicto institucional puede alterar expectativas, una medida improvisada puede complicar los planes de miles.
Lo curioso es que, pese a todo, diciembre tiene algo de ritual compartido: una sensación de cierre, de balance, de mirar hacia atrás para entender como sobrevivimos a otro año complejo.
En ese sentido, el mes funciona como un espejo de lo que somos: resistentes, críticos, creativos para adaptarnos y al mismo tiempo exigentes con una dirigencia que parece no registrar la saturación generalizada que se agudiza cuando comienza el último mes del año.