El cuerpo de Diego, ya sin la chispa que había encendido multitudes, reposaba en silencio, pero su sombra se agrandaba. En Villa Fiorito, una madre prendía una vela frente a un mural; en Nápoles, una multitud colgaba bufandas en la verja del San Paolo, que al día siguiente llevaría su nombre. En las redes, en los templos, en los estadios, miles de almas repetían la misma frase como si fuera un credo: “Gracias, Diego.”
El 25 de noviembre fue, así, una fecha suspendida en la historia: el día en que el balón lloró. Pero también el día en que nació la leyenda definitiva.
Maradona había cambiado de cancha, sí; pero su juego -esa forma irrepetible de amar la vida a través de la pelota- seguiría moviendo el mundo.
Un año antes de su partida, Diego volvió a pisar el verde, pero ya no como un jugador que domaba el balón con magia, sino como un faro que iluminaba la quimera de un club acosado por la desesperanza. El 8 de septiembre de 2019, el Bosque de La Plata se vistió de fiesta y fe; el estadio Juan Carmelo Zerillo se transformó en un santuario donde 24 mil devotos, con los ojos húmedos y las gargantas inflamadas, entonaban su nombre como una oración: “Maradooo, Maradooo…”. Cada aliento era un latido colectivo; cada silbido de la brisa parecía susurrar su leyenda.
El Lobo, humillado por los promedios y acosado por la sombra del descenso, resucitó en el instante en que el Diez cruzó la línea de cal. Los resultados, las tablas, las estadísticas: todo se diluyó ante su presencia. Diego era capaz de mover montañas con un simple control de balón; de transformar el miedo en esperanza con una sonrisa. “Creí que se me iba a reventar el corazón”, confesaría, mientras la marea azul y blanca lo envolvía, adorándolo sin condiciones, como si fuera el propio demiurgo que, por un instante, descendía entre los mortales.
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Su paso por Gimnasia fue más una historia de amor que de fútbol. El equipo ganó, perdió, empató; pero lo que se jugaba allí era otra cosa: la fe, la promesa de que algo más grande podía suceder. Maradona había vuelto a su país después de casi una década, trayendo consigo su indómita aura, sus rodillas maltrechas, su voz ronca y esa sonrisa tan suya que desafiaba al mundo. En los bancos de suplentes del Bosque volvió a sentirse querido, abrazado por una hinchada que no pedía títulos, sino que reclamaba su presencia, su energía, su alma puesta en cada pase y cada grito.
Su hijo, Diego Junior, lo resumió con la sencillez que solo permite el amor: “Mi viejo en Gimnasia fue muy feliz. El amor que le dio la gente fue gigante.” Y acaso esa felicidad contenía la ironía de un destino que había tardado tanto en alinearse.
El llamado del Bosque
El destino, caprichoso y juglar, tejía hilos invisibles entre rumores y pasiones. Gimnasia, hundido en la tabla de promedios, había buscado salvadores en nombres conocidos: Eduardo Domínguez, Julio César Falcioni… pero las alternativas se disolvían como niebla al sol. Y entonces alguien pronunció un apellido que parecía imposible: Maradona.
En Bella Vista, Diego descansaba tras la operación en su rodilla, rodeado de silencio y recuerdos, entre paredes que guardaban la memoria de sus días de gloria. La noticia llegó como un viento cálido que despierta brasas dormidas: un club argentino lo quería a su lado para devolverle la magia a un estadio, a un equipo, a un pueblo. Y el motor de Diego se encendió.
Entre negociaciones, llamados y decisiones se tejía la red que uniría al Diez con el Lobo. Christian Bragarnik actuaba como puente, entre recuerdos de Boca y las nuevas esperanzas de Culiacán, entre sueños de juventud y la urgencia de la realidad. Matías Morla, amigo y custodio de sus pasos, vigilaba que nada extinguiera la llama del corazón, que Diego no se viera arrastrado por la vorágine de los negocios.
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Los sponsors se acercaban, la dirigencia cedía espacios y casas, y en la mente de Diego ya danzaba la silueta de un Bosque repleto de banderas, cánticos y miradas que esperaban su presencia. Se hablaba de mudanzas, de helicópteros, de departamentos en La Plata, de horarios de entrenamiento y cuerpos técnicos que debían sostenerlo. Gabriel Batistuta, el sueño imposible, aún con sus compromisos en el exterior, estaba a la espera de un encuentro con el Diez; Sebastián Méndez, “el Gallego”, se perfilaba firme para ser su brazo derecho.
Pero nada podía frenar la esencia bravía de Maradona. Ni la distancia ni los límites de la salud ni la fragilidad de sus rodillas. Cuando la pelota se acerca, Diego resurge. Cada decisión, cada movimiento, cada plan era solo un pretexto para volver a sentir la respiración del césped y abrigar las miradas de la multitud, aunque los años y la gloria pesaran sobre sus hombros.
El llamado del Bosque no fue un contrato firmado ni un calendario de partidos: fue un susurro que cruzó la distancia y despertó al barrilete cósmico. Y Diego, como siempre, respondió con su mueca traviesa.
A la vera de Estancia Chica
Tras aquella presentación multitudinaria en el Bosque, Diego se instaló en Buenos Aires, no como un visitante, sino como un habitante de la esperanza, un maestro que regresaba al tablero del destino. La pandemia había suspendido el pulso del fútbol, pero no podía silenciar la melodía en su presencia: cada balón que rodaba cerca suyo denotaba vibrar con su propia alma. Su representante y amigo, Matías Morla, contaba en mayo de 2020 cómo se preparaba el escenario de esta nueva epopeya: “Sí, Diego se muda este fin de semana, como está permitido en la Provincia de Buenos Aires. Se irá de Bella Vista, donde estaba viviendo en el barrio Los Fresnos, al country Campos de Roca, sobre la ruta 2, a diez minutos de Estancia Chica.”
La mudanza no era un mero cambio de dirección, tenía el peso de un ritual: acercarse al corazón del club, al predio donde entrenaba Gimnasia, donde cada línea pintada en el césped y cada poste den los arcos parecía llamarlo por su nombre. Campos de Roca, un barrio que había sido estancia de Julio Argentino Roca, se convertía ahora en escenario de un mito moderno, rodeado de urbanizaciones que parecían sombras de otra vida, espejos de un mundo que había dejado atrás. Allí, en una casa que la dirigencia había preparado como refugio, Diego pasaría buena parte de su último año, con la brisa de Brandsen danzando en horadadas cortinas como si quisiera experimentar reminiscencias de añejas gambetas en los baldíos de Fiorito.
A LA VERA DE ESTANCIA CHICA
El Diez vivía entonces entre la rutina y la magia, entre el cuidado de sus rodillas maltrechas y la atracción inevitable de la pelota. La distancia entre Bella Vista y Estancia Chica se medía en minutos; pero cada paso era un tributo silencioso al tiempo que había dedicado a aprender, a caer, a levantarse y a enseñar. Morla y su familia velaban por su salud; la voz de la razón se mezclaba con la de la pasión: cada día que Diego cruzaba el césped era un acto de amor, un desafío al límite del cuerpo y la mente.
El cuerpo técnico se dibujaba como un ejército de confianza y lealtad. Sebastián Méndez traería su disciplina y su mirada estratégica; Hernán Castex, su preparación física; Dani López Maradona, su presencia silenciosa, pero firme. Gabriel Batistuta, sueño postergado por sus propios límites físicos, enviaba su gratitud a través de la distancia; un gesto que sabía a promesa incumplida y a alianza futura. Cada miembro de aquel círculo sería un sostén, un hilo conductor entre la fragilidad de la carne y la sempiterna leyenda.
En la soledad de Campos de Roca, Diego volvía a encontrarse con su destino: la pelota rodaba como un planeta alrededor de sus pies, y él, aunque limitado por la edad y la historia de su cuerpo, recuperaba el pulso de la eternidad en cada toque. La vida le había enseñado a negociar con la gravedad y con el tiempo; y allí, entre caminos de tierra y pasto recién cortado, seguía demostrando que su esencia era más fuerte que cualquier obstáculo.
Despedida silenciosa
La brisa primaveral traía consigo el rumor de una despedida que nadie quería nombrar. Diego Maradona, aquel niño eterno que había conquistado el mundo desde un potrero, emprendía su despedida silenciosa. Desde La Plata hasta los confines de la memoria argentina, su nombre resonaba como una oración colectiva, y no sólo en los barrios de su infancia: cada estadio que cruzaba lo recibía como a al propio demiurgo que descendía entre mortales.
En La Paternal, el estadio de Argentinos Juniors se detuvo al minuto10. Los hinchas coreaban “Olé, olé, olé, Diego, Diego” mientras el relato del gol al que todos se referían retumbaba por los altoparlantes.
En Rosario, Newell’s lo envolvió con banderas rojinegras, bengalas encendidas, cánticos que se alzaban reverentes hasta lo alto de las tribunas; los hinchas lo saludaban desde el “trono” que le habían preparado, con el murmullo de una ciudad que se ponía de pie. En Independiente, en Banfield, en Godoy Cruz, en Huracán, cada recibimiento tenía la intensidad del milagro compartido.
Las tribunas se convirtieron en altares: los aficionados alzaban camisetas hacia el cielo, agitaban bufandas como llamas y dejaban escapar lágrimas mezcladas con cantos. No era un silencio de duelo ni de ausencia, sino un recogimiento reverente: el susurro agradecido de quienes comprendían que caminaban al lado de algo sagrado; que cada paso suyo dejaba un eco en la memoria que jamás expiraría.
En sus clubes, en sus ciudades, en cada estadio que abría sus puertas: las ciudades parecían transformarse; Rosario pintaba sus gradas de historia; LaPlata latía con el himno de ese “10”. En su última vuelta, Diego no se despedía: regresaba a cada lugar donde su nombre había encendido una ilusión. Su figura se multiplicaba en los murales, en los rostros cansados, en los niños que aún danzaban con la pelota bajo la lluvia soñando replicar su cadenciosa gambeta.
Gimnasia, su último refugio, fue el punto de partida de esa caravana sin destino. Los jugadores, los hinchas, los pequeños con el número diez en la espalda, todos se alineaban en una comunión muda y ardiente. Los aplausos eran plegarias; las lágrimas, incienso de una liturgia popular.
Una forma de sentir
Maradona siempre vivió al filo de todo, rozando los límites de la gloria y del dolor, de la admiración y del abismo. Su cuerpo era un campo de batalla donde cada golpe dejaba cicatrices visibles e invisibles; su mente, un torbellino de ideas, recuerdos y sueños que giraban al ritmo de un balón que parecía tener vida propia.
En cada paso, en cada caída, había una pelota rodando a su alrededor como un planeta que no podía escapar de su órbita. Cada toque era un gesto de magia; cada pase un acto de creación. Cuando el corazón dijo basta, todo se estremeció: las calles de Buenos Aires se desbordaron de camisetas celestes y blancas y los cánticos resonaron en lo profundo del alma.
En Nápoles, los balcones se poblaron de banderas con su rostro. Los niños, descalzos en los potreros de Fiorito, imitaban sus fintas imposibles, soñando que cada gambeta los transportaría al cielo de los dioses del fútbol. Porque Diego no fue solo un jugador; fue una forma de vivir, de pensar, de sentir.
El mundo entero parecía comprender que, al mirar un balón, al oír un grito en las tribunas, se estaba tocando el espíritu de Maradona; esa fuerza que briosa desafiaba a la mortalidad y convertía lo efímero en eterno.
Barro y tiza
Si la historia quisiera recobrar sus pasos, habría que remontarse al conurbano bonaerense, precisamente a Villa Fiorito, donde nació la leyenda. Diego Armando Maradona vino al mundo el 30 de octubre de 1960, en el Hospital Evita de Lanús Oeste, quinto de ocho hijos y primer varón de don Diego y doña Tota, trabajadores que habían emigrado de su Corrientes con la esperanza de un futuro mejor.
El pequeño Diego creció entre calles de barro y ensueños redondos; entre veredas polvorientas que destilaban olor a tierra mojada y patios que crujían bajo sus pasos. Allí aprendió que la pelota podía ser un refugio, un escape, una promesa; un objeto sagrado que giraba con la cadencia de su corazón. No jugaba al fútbol: lo interpretaba, lo reinventaba con la ligereza de un pibe que parecía valsar con cada giro del balón, como si la gravedad misma obedeciera a su zurda.
A los tres años, su tío Cirilo le regaló su primer balón, un viejo cuero que ya había perdido algo de su forma, y desde entonces el mundo comenzó a vibrar a su ritmo. Cada pique, cada gambeta, cada pase era una declaración de libertad y un acto de rebeldía contra la rutina de un barrio que luchaba por sobrevivir. Cada vecino que lo veía jugar sentía un estremecimiento; como si el aire se impregnara de la promesa de algo extraordinario.
A los nueve años, la vida lo condujo hacia Argentinos Juniors, donde Francisco Cornejo, hombre de ojo profeta, vio en él algo que el mundo todavía no comprendía:
“Este chico va a ser más grande que Pelé”, vaticinó.
Los Cebollitas, equipo infantil que se volvió leyenda tras 136 partidos invicto, fue su primer escenario de magia y audacia. Durante los entretiempos, los vecinos se asomaban a los portones y ventanas, atónitos ante aquel niño de rulos que parecía sostener al fútbol entre sus manos. Un día, Clarín escribió: “Hay un pibe con porte y clase de crack”, aunque lo llamaron “Caradona” por error. Pero el destino ya conocía su nombre verdadero.
Cada tarde, cuando la luz del sol caía sobre los potreros, Diego inventaba jugadas imposibles: el balón se deslizaba como un río; él lo perseguía, lo abrazaba, lo elevaba con un toque sutil y un gesto que parecía burlarse del tiempo. Allí aprendió que la pelota era más que un juego: era un reflejo de su alma y una forma de comunicarse con el mundo.
Piel azul y oro
En 1981, Diego cumplió uno de sus sueños más antiguos: vestir la camiseta de Boca Juniors. Era la luz que brotaba después de años de esfuerzo; el paso natural tras cinco temporadas en Argentinos Juniors, donde había sido máximo goleador en cinco oportunidades. Con Boca, no solo ganó el Metropolitano, su único título argentino, sino que se ganó para siempre el corazón del pueblo xeneize.
La Bombonera se convirtió en un templo; sus gritos, en plegarias, y sus gambetas, en lecciones de devoción. Cada partido era una ceremonia donde Diego no solo jugaba, sino que dictaba la liturgia de la pasión. Los hinchas sentían cada toque suyo como un gesto personal: cada gol era una ofrenda; cada pase, una caricia que recorría las gradas. El aroma a pasto recién cortado, la mezcla del humo de bengalas y el sudor de la multitud, todo se transformaba en un aura mágica alrededor de aquel zurdo que parecía levitar sobre el césped.
Luego vino Barcelona, Nápoles y el Mundial del ’86, donde sus goles contra Inglaterra y Bélgica quedaron grabados en las atónitas retinas de fulgurantes afortunados. La zurda inmortal de Diego parecía desafiar las leyes de la física, y con ella derribaba fronteras y prejuicios. Pero, por sobre todo, nuestros recuerdos se posan en el niño de Fiorito, aquel que fantaseaba con sacar a sus padres de la pobreza y que nunca perdió la picardía ni la alegría; el mismo que había aprendido a leer la vida en un potrero.
Él mismo lo confesó con esa mezcla de humildad y desafío que lo definía:
-Yo nací en un barrio privado… privado de agua, de luz y de muchas cosas. Pero nunca de sueños.
Porque incluso en la opulencia de estadios europeos y bajo los reflectores más intensos, Diego siguió siendo el mismo que circulaba por calles de barro con los ojos brillantes de curiosidad y la boca abierta en la sonrisa eterna del que reta al mundo.
Zurda inmortal
Cuando Diego se calzaba la camiseta celeste y blanca, no solo vestía un uniforme: llevaba consigo el sueño de un país entero. Cada paso suyo sobre la cancha se sentía como un latido colectivo; cada gambeta, un poema en movimiento que atravesaba fronteras y generaciones.
En México ’86, el mundo descubrió la dimensión mítica de Maradona. La pelota parecía obedecerle, revoloteando a su alrededor como un planeta en órbita. Contra Inglaterra, en un partido que sería recordado por siempre, Diego convirtió la cancha en altar de astucia y valentía: la famosa “Mano de Dios” y el gol del siglo no fueron solo goles: fueron símbolos de ingenio, coraje y rebeldía. Cada movimiento suyo contaba historias de Fiorito, de su infancia humilde, de la Argentina que soñaba con él y de la promesa de que todo podía ser posible.
No fueron solo los Mundiales o los títulos lo que lo hicieron inmortal: fue su capacidad de hacer que un país entero respirara a su ritmo, de transformar estadios en templos de emoción y gritos en plegarias compartidas. Cada victoria, cada derrota, cada lágrima y cada abrazo con la camiseta argentina, llevaba consigo la fuerza de toda una nación que aprendió a soñar, a sentir y a vibrar gracias a su elegancia en cada gambeta, en cada pausa, en cada celebración.
La última reverencia
El Bosque se preparó como si la historia misma hubiera decidido hacer su última reverencia. Era el cumpleaños sesenta de Diego, y Gimnasia lo esperaba con la devoción de quien abre las puertas de su templo. Desde temprano, las luces del estadio se mezclaban con el aroma de la pólvora y la humedad del pasto; había en el aire una expectación antigua, una fe que no necesitaba argumentos. En las pupilas de los hinchas -aun de aquellos que no pudieron entrar y seguían la escena por pantallas o radios- ardía una emoción sin nombre, como si el tiempo mismo se encogiera para caber en un solo gesto.
Desde el túnel emergió Diego, sostenido por la memoria y por sus hombres. Su paso era breve, contenido por dolores que ni los propios dioses logran esquivar; pero aun así conservaba su perenne lumbre. El estadio entero estalló, no con el grito del triunfo, sino con ese rumor grave que solo acompaña a los elegidos. Había en el aire una mezcla de júbilo y presagio, como si todos comprendieran que aquello, de algún modo, sería la última vez.
En el centro del campo lo aguardaban dos tortas -una celeste y blanca, otra del Lobo-, rodeadas de flores y aplausos. Claudio Tapia y Marcelo Tinelli se acercaron con placas y palabras de homenaje, pero nada podía igualar lo que el pueblo decía con su clamor. El sonido de los fuegos artificiales rasgó el cielo de La Plata mientras Diego levantaba la mano en un gesto pausado, como quien bendice a los suyos antes de partir. Era un cuadro digno de la eternidad: el héroe envejecido, la multitud en trance, el eco de los botines que aún resonaba bajo tierra.
Embed - LA ULTIMA APARICION de MARADONA antes de su MUERTE
Hubo un instante en que el tiempo pareció detenerse. Diego miró alrededor, como buscando a alguien que no estaba. Tal vez vio a su madre, tal vez escuchó el rugido del San Paolo o las risas de los Cebollitas bajo la lluvia. Nadie lo sabrá. Pero su mirada se llenó de esa claridad extraña que solo tienen los que han vivido demasiado y, sin embargo, siguen siendo niños. Se inclinó levemente, tocó el césped con los dedos y los fotógrafos eternizaron el gesto que valía más que todas las palabras del homenaje.
Desde los parlantes brotó su nombre como un rezo. “¡Diego, Diego, olé, olé, olé!” retumbaba en los altavoces, y en cada garganta había una historia distinta, una tarde compartida, un gol inolvidable. La multitud lo envolvía con su canto, como si pudiera protegerlo del paso del tiempo. En los rostros se mezclaban lágrimas y sonrisas, y en las gradas alguien alzó un cartel que decía: Gracias por hacernos creer. Fue entonces cuando se entendió que ese día no era una celebración: era un acto de fe.
Maradona se sentó en el banco, exhausto, mientras los suyos se preparaban para el partido. A su lado, el cuerpo técnico lo rodeaba con la prudencia de quien cuida un tesoro frágil. Apenas habló. Solo miró el campo, siguió el movimiento de la pelota con la ternura de un padre que observa a su hijo jugar. Por momentos, parecía que iba a levantarse y entrar a la cancha a dirigir de pie como en otros tiempos; pero el dolor le recordaba su límite, y entonces cerraba los ojos, respiraba y volvía a sonreír. Era un hombre entre dos mundos: el del recuerdo y el de la despedida.
Cuando el árbitro pitó, Diego ya sabía que aquel sería su último partido en la orilla de la vida pública. Alzó la vista al cielo -ese mismo cielo que alguna vez desafió con la “Mano de Dios”- y murmuró algo que nadie escuchó. Quizá fue un agradecimiento, quizá una promesa. Luego se marchó despacio, entre aplausos que no cesaban. Desde las tribunas, la gente agitaba banderas y lloraba sin entender del todo por qué. Nadie imaginaba que ese lento caminar sería, en verdad, su último eco sobre una cancha.
Y así se fue el Diez, envuelto en el rumor profundo de los botines, como si el suelo guardara su huella y la noche su aliento. Aquel día no hubo derrota ni victoria: hubo consagración. El Bosque quedó en silencio, y el aire, impregnado de fuego y nostalgia, pareció susurrar su nombre.
Barrilete cósmico
Hoy, cada 30 de octubre se celebra con una sonrisa y cada 25 de noviembre se recuerda con un nudo en la garganta. El mundo aún habla de Diego porque no existe muerte posible para quien encarnó la esperanza, para quien fue símbolo de los que luchan contra todo.
Maradona fue humano, terriblemente humano; pero su humanidad fue tan intensa que rozó lo divino. Fue el barro y el oro, la caída y el milagro, el potrero y el estadio. Fue hijo de la Tota y una deidad popular, al mismo tiempo que vulnerable y frágil.
En el Bosque de La Plata, aquella tarde de 2019, miles de personas lo ovacionaron mientras él alzaba los brazos al cielo. En ese instante parecía que el tiempo se detenía; que el niño de Fiorito que hacía jueguitos en los entretiempos de Argentinos Juniors seguía allí, sonriente, con la pelota posada sobre su pie izquierdo, burlando a la muerte con la misma picardía de siempre.
Porque Diego no se fue: Diego apenas cambió de cancha. Su espíritu sigue corriendo por los potreros, vibrando en cada estadio y permaneciendo en la imperecedera memoria de quienes viven y aman con ardorosa pasión.