Por estos días, el nombre de Débora Damaris Bulacio del Valle, de 39 años y madre de tres hijos, volvió a estremecer a la sociedad argentina. Lo que debía ser un fin de semana de descanso en un camping de Necochea junto a su pareja terminó en uno de los crímenes de violencia de género más conmocionantes en lo que va del año.
Débora fue vista por última vez la noche del sábado. Horas más tarde, sus familiares recibieron un mensaje de voz que hoy duele escuchar: “me salvé de milagro… tratando de pasarla bien”, seguido de otro en el que dijo “yo sé que es mi culpa”. La culpa aprendida (y aprehendida), la que tantas mujeres arrastran aun cuando la violencia recae sobre ellas, fue su último rastro sonoro.
La búsqueda comenzó al día siguiente. Sus prendas aparecieron esparcidas entre la vegetación. Finalmente, su cuerpo fue hallado semienterrado cerca del Lago de los Cisnes. La autopsia reveló golpes, lesiones defensivas y señales de estrangulamiento: Débora luchó por su vida. Las imágenes de cámaras cercanas mostraron a su pareja, Ángel Andrés Gutiérrez, arrastrando un bulto hacia la zona del hallazgo. Tras un intento de huida, fue detenido, imputado por femicidio y se negó a declarar o someterse a pericias psicológicas.
Mientras la investigación avanza, la madre de Débora escribió una carta que recorrió el país: un llamado desgarrador a la justicia, un pedido para que el nombre de su hija no se diluya entre estadísticas.
Un crimen que se repite en la historia argentina
La muerte de Débora se suma a una larga lista que crece año tras año. En 2025, según el Observatorio “Adriana Marisel Zambrano” de La Casa del Encuentro, entre el 1° de enero y el 31 de octubre se registraron 210 femicidios, y se siguen sumando día tras día.
La violencia contra la mujer no aparece de manera repentina: crece en los vínculos atravesados por el control, el miedo, la manipulación y las amenazas. La figura de femicidio, incorporada hace más de una década al Código Penal, logró visibilizar la problemática, pero no consiguió frenarla.
Cada caso, como el de Débora, expone fallas profundas: la falta de políticas de prevención eficientes, la insuficiente protección estatal para mujeres en situación de riesgo, las demoras judiciales y una sociedad que aún tolera prácticas machistas.
Nadie puede negarlo, hay un retroceso cultural que lastima: discursos instalados que desprecian lo conquistado, que buscan borrar décadas de movilización, que pretenden reducir al feminismo a una moda o a un capricho ideológico. Como si nuestros muertos, nuestros desaparecidos, nuestras mujeres asesinadas fueran un detalle menor en el debate público.
La huella emocional: el miedo que sentimos las mujeres
En este contexto, no sorprende que el miedo sea una experiencia cotidiana para las mujeres. No es un miedo abstracto ni exagerado: es un reflejo de historias reales, de nombres que se multiplican, de señales que aprendemos desde niñas. El temor aparece en las calles, en los vínculos, en los silencios que elegimos para no poner en riesgo la vida. Vivir sin miedo no puede ser un privilegio: es un derecho.
Una memoria que exige justicia
Y mientras el expediente avanza, mientras los nombres se acumulan en listados que jamás deberían existir, una pregunta vuelve a golpearnos con la misma fuerza que la realidad que intentamos negar: ¿cuántas Déboras más necesita Argentina para reaccionar? ¿Cuántas madres deben escribir cartas desgarradoras, cuántos hijos deben crecer sin madre ni respuesta, cuántas mujeres deben vivir con miedo para que el Estado, la justicia y la sociedad entera entiendan que no se trata de casos aislados, sino de una estructura que mata?
Si cada femicidio es anunciado por señales previas, por pedidos de ayuda, por violencias naturalizadas, ¿por qué seguimos llegando tarde? ¿Qué lugar ocupa la vida de una mujer en un país donde su muerte se vuelve noticia cotidiana? La pregunta queda abierta, urgente e incómoda. Quizás la verdadera justicia empiece cuando nos animemos a cuestionarnos como sociedad y a reconocer que el problema no es la excepción: es el sistema.
Cada vez que aparecen noticias como esta, una pregunta lo atraviesa todo: ¿es posible vivir sin miedo? Lo que parece un dilema personal es, en realidad, profundamente político: cuestiona un orden que normaliza la violencia y nos obliga a pensar no solo en cómo mueren las mujeres, sino en cómo queremos que vivan.