Por Fernando Delaiti, de agencia DIB
El 7 de abril una multitud se volcó a las calles de tierra para dar un sentido y respetuoso adiós a las víctimas. Era martes. El velatorio había sido en la estancia, desde donde partieron los tres cortejos fúnebres hacia la iglesia parroquial del pueblo. Los perros acompañaron el trayecto en silencio, como entendiendo el dolor. Hasta el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Espinosa, había mandado un telegrama para dar las condolencias. Un pueblo derramaba lágrimas sobre los féretros de estas tres almas que habían partido luego de una de las más cruentas masacres ocurridas en el inicio del siglo pasado en suelo bonaerense.
Ese otoño de 1911, en el campo de unas 800 hectáreas de la localidad de Mercedes y que pertenecía a Ana Naughton de Clary, una horda de salvajes había masacrado a tres personas y herido gravemente a otra. Huyeron sin dejar rastros, en complicidad con la oscuridad de la noche. Y a pesar de la detención de más de 100 sospechosos, los crímenes nunca fueron aclarados.
Ana Naughton, conocida por aquellos tiempos como la viuda de Clary, era la mayor de cinco hermanas. Nacida en 1829 en Irlanda, se había radicado en Argentina con su madre y hermanos en 1851. Un año más tarde se casó con su compatriota Guillermo Clary, fallecido a fines de 1906, con quien no tuvo hijos.
La víspera de su cumpleaños número 82, había transcurrido de manera rutinaria para Ana. Rodeada de afectos y de la gente que trabajaba sus tierras, se fue a descansar en una de las habitaciones de las dos casas, enfrentadas por un pasillo, que tenía la estancia.
Además de ella, estaban el administrador del establecimiento, Juan (John) Kennedy, y el capataz, John Keena. En la vivienda también permanecían sus sobrinas nietas María y Honoria Fitz Simon Eliff, y su sobrino nieto de 12 años, Germán Piola, que se desempañaba como “boyerito”, un aprendiz de peón o cuidador de ovejas.
El ataque
Ni los perros se escuchaban en ese atardecer cerrado hasta que… los perros se hicieron escuchar. Alrededor de las 19 horas del 5 de abril, seis o siete sujetos irrumpieron a pie en la estancia armados con escopetas, revólveres y cuchillos, de acuerdo a las crónicas de la época de La Nación, La Razón, Caras y Caretas y The Southern Cross, un diario de la comunidad irlandesa.
Sobresaltadas por los ladridos, María y Honoria salieron de la cocina, pero al ver que Kennedy y Keena caminaban hacía la entrada de la estancia, se despreocuparon. Pensaron que eran vecinos que llegaban para pedir algo. Pero esa idea se desvaneció con la primera explosión: un escopetazo contra la humanidad del capataz.
Desde la ventana de la cocina, las mujeres vieron cómo Kennedy se escondía detrás de un árbol, con un cuchillo en la mano. Segundos después cayó herido a puntazos y fue rematado de un disparo.
Tanto María como Honoria cruzaron el pasillo que separaba las viviendas para ir a encerrarse en la habitación de la señora Clary. La primera de ellas salió airosa; pero la segunda recibió un cuchillazo y un disparo en el camino. Pudo ser rematada, pero los atacantes, que iban de un lado a otro como buscando a quienes matar, no lo hicieron. Arrastrándose, llegó hasta destino y fue auxiliada. Una vez dentro de la habitación, trabaron la puerta del cuarto con muebles y rezaron, en medio de ese horror que parecía no detenerse.
Sin embargo, unos minutos más tarde el silencio ganó el anochecer de la estancia, y hasta los perros volvieron a la rutina del silencio. Pero las mujeres no salieron de la habitación, dedicaron su tiempo a intentar frenar la sangre que salía del cuerpo de Honoria. La hipótesis es que los delincuentes escaparon cuando un grupo de vecinos a caballo acudía al lugar alertados por la balacera. Pero como era de noche, cuando llegaron no vieron nada raro y se fueron.
Amanecer de terror
Cuando Patricio Fitz Simon, un pariente de la dueña del campo atravesó la tranquera a primera hora y acompañado en silencio por los perros, se encontró con una escena aterradora. A los cuerpos de Kennedy y Keena, se sumaba el del pequeño Germán Piola, quien había sido degollado cerca de la puerta de la cocina.
A partir de allí empezó el trabajo de la Policía y la Justicia. Una especie de cacería. Los efectivos recorrían todo establecimiento cercano mientras se enviaban circulares a las comisarías de la provincia de Buenos Aires. Comisiones policiales a caballo recorrían diferentes zonas en busca de criminales o de algún dato. Gente de “mal vivir” terminó tras las rejas y un par de objetos manchados con sangre fueron encontrados y vinculados con sospechosos.
Por el crimen, hubo decenas de detenidos que fueron recuperando su libertad paulatinamente. Todos eran peones e inmigrantes italianos. Muchos fueron torturados. Y si bien cinco personas estuvieron más tiempo tras las rejas, el juez hacia 1915 los absolvió por falta de pruebas y el caso quedó impune.
La viuda, en tanto, abandonó la estancia, que quedó al cuidado de Patricio. Ella murió en 1924 y sus sobrinas nietas se fueron a vivir a Mercedes.
Nunca se sabrá si buscaban dinero, como se especuló, si mataron porque fueron reconocidos, o por qué no terminaron de rematar al resto de las personas que estaban en el lugar. Tampoco por qué no ingresaron a las viviendas si era que buscaban algo. Nadie, ni la familia, ni la Policía, ni el juez, pudieron dilucidar los secretos de la masacre. Solo los perros, que no volvieron a ladrar como antes, fueron los únicos testigos de aquella jornada trágica. (DIB) FD