Por Marcelo Metayer, de la Agencia DIB
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Nota: este texto fue publicado originalmente en junio de 2020. Ahora, con la publicación reciente de una novela que retoma el caso, “La cacería de hierro” de Hugo Alconada Mon, los terribles crímenes de Francisca Rojas y su resolución única vuelven a estar en boca de todos.
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La tarde del 29 de junio de 1892, Ramón Velázquez acompañó a su amigo y compadre Ponciano Caraballo hasta su casa, a unas cuatro cuadras de la suya, en la joven ciudad de Necochea. Allí lo ayudó a derribar la puerta del dormitorio matrimonial, trabada de manera inexplicable. Tal vez les haya llamado la atención el silencio de una casa en la que convivían una mujer adulta y dos chicos pequeños. Cuando pudieron entrar los asaltó una visión de pesadilla. Los nenes, Ponciano (6 años) y Felisa (4) yacían muertos en la cama del matrimonio, degollados. Al lado estaba su madre, Francisca Rojas de Caraballo, desmayada y con un corte en el cuello. Y por todas partes, sangre. En la cama, en el piso, en una ventana. Ese horror abyecto, sin embargo, sirvió para un propósito. Porque el doble crimen fue el primero que se resolvió gracias al método dactiloscópico desarrollado en La Plata por el inmigrante croata Juan Vucetich.
Cuando Francisca volvió en sí, enseguida acusó a Velázquez. La mujer afirmó que él “era quien había matado, degollándolos, a sus dos hijos y que había intentado hacer lo mismo con ella, después de haberla malamente maltratado con una pala. La mencionada Francisca daba como única causa para el hecho, el haberse negado ella a entregarle sus hijos que Velázquez, por encargo de su marido Ponciano Caraballo, venía a quitarle. Con esta declaración se procedió sin pérdida de tiempo a la aprehensión de Velázquez”. Así lo contó el inspector Eduardo Álvarez, que había sido enviado para investigar el caso por el jefe de la Policía bonaerense de ese momento, el comisario Guillermo Núñez.
Álvarez continuó: “Aún cuando aquél (Velázquez) negara desde un principio otro conocimiento de lo ocurrido (…) fue tenido como único autor y sometido a diversos interrogatorios, manteniéndose siempre en la misma negativa”.
Esa negación del hombre de campo continuó, por más que fuera torturado de maneras inverosímiles, que incluyeron que un policía se disfrazara de fantasma con una sábana para asustarlo a la noche, y que lo interrogaran en la capilla ardiente, frente a los cadáveres de los pequeños.
Cabos sueltos
El inspector dudaba. Había demasiados cabos sueltos. Para empezar, las declaraciones de Francisca eran contradictorias, ya que “conducido Velázquez a presencia de los cadáveres de Ponciano y Felisa, continuó su negativa, e hizo reflexiones a su acusadora y reproches que al parecer la sacaron del verdadero o fingido letargo en que se encontraba e incorporándose en la cama repitió su acusación, pero en una forma contradictoria a la que antes había dicho; empleando palabras ofensivas contra Velázquez, demostrando la cólera de que se hallaba poseída”.
Además Velázquez no tenía motivo alguno para el crimen. Era amigo del padre de los chicos y aunque no tanto de Francisca, tenía una relación cordial. Sabía que el matrimonio estaba distanciado pero era inimaginable que su compadre pensara en sacarle los chicos a su esposa, ni mucho menos mandara matarlos.
Lo que terminó de decidir a Álvarez fue un conjunto de detalles en el lugar del crimen. Para empezar, la mujer dijo que el asesino la había desmayado a golpes con una pala, pero esa herramienta apareció doblada, lo que hizo sospechar que ese castigo era imposible ya que “cualquier golpe que la torciera, no digo así sino mucho menos, sería más que suficiente para producir una muerte instantánea”. Por otra parte, Francisca Rojas aseguró que Velázquez había matado a los chicos y la había herido con un cuchillo suyo, que sacó de la cocina y terminó escondiendo entre las pajas del techo. ¿Un paisano peleando con cuchillo ajeno, y al que desecha dentro de la casa donde sucedieron los crímenes? Imposible. Por último, había una evidencia que terminó siendo decisiva. La puerta estaba atrancada y el criminal salió por la ventana. Allí dejó huellas ensangrentadas; la del marco de la ventana era muy clara y se notaba que la mano que las había dejado era demasiado pequeña para pertenecer al acusado.
Entonces el inspector tuvo el gesto que pasaría a la historia de la criminalística mundial. Desarmó la ventana y la puerta, y tomó las impresiones digitales de Francisca y de Ramón. Envió todo a La Plata, para que lo revisara Juan Vucetich con su novísimo método que intentó llamar “icnofalangométrico” pero luego un amigo perspicaz le sugirió un nombre simplificado: dactiloscópico.
El meritorio
Cristina Espinosa es guía de turismo, especialista en el Cementerio de La Plata. Tiene una admiración especial por Vucetich, que está sepultado en el Panteón de Socorros Mutuos de la Policía del camposanto de la capital bonaerense. Cuenta a DIB que “Juan Vucetich era croata, nacido Iván Vučetić, y arribó el 24 de febrero de 1884 al puerto de Buenos Aires. Allí trabajó en Obras Sanitarias. Llegó a La Plata el 15 de noviembre de 1888 e ingresa como meritorio, que es como se le llamaba al policía alfabeto, es decir, que sabía leer y escribir. El jefe de la Policía, Guillermo Núñez, lo emplea en la contaduría y un año y medio después fue designado jefe de la oficina de Estadísticas. Al poco tiempo Núñez recibe la visita del ministro de Gobierno, Francisco Seguí, quien al retirarse dejó un ejemplar de la revista ‘Revue Scientifique’ de París que contenía un trabajo realizado en Inglaterra por Francis Galton sobre las huellas digitales. Núñez se lo entregó a Vucetich y éste desarrolló su método a partir de las clasificaciones de Galton, que había descubierto 101 tipos de diseños de huellas para clasificarlas. Vucetich redujo los 101 tipos a cuatro, inventó los elementos necesarios para captar los dibujos dactilares y puso el método en práctica. Tenía solo 33 años”.
“Desnaturalizada madre”
En julio de 1892 Vucetich recibe los trozos de madera y las huellas de los sospechosos. Su análisis fue contundente: las huellas digitales afirmaban que la asesina había sido la madre. Años después, la revista Caras y Caretas comentaría (número 225, 24 de enero de 1903): “Hay el ejemplo del crimen de Necochea, cometido en 1892 por Francisca Rojas en dos de sus hijos. Esta mujer denunció el hecho indicando como autor a un honrado vecino, que pudo salvarse gracias a la impresión de los dedos del asesino, marcadas en una puerta, coincidiendo exactamente con el dibujo digital de la desnaturalizada madre”.
Francisca terminó confesando que “la única autora del hecho era ella, que ofuscada porque su marido la había echado de su lado y le iba a quitar sus hijos había resuelto matarlos, quitándose también ella la vida, pues prefería ver muertos a sus hijos y morir, antes que aquellos fueran a poder de otras personas”. Fue condenada por el tribunal de Dolores en septiembre de 1894 a “la pena de penitenciaría por tiempo indeterminado”, según reza la sentencia.
La consagración
Tras el fallo, el sistema dactiloscópico fue aceptado como “infalible” y adoptado en 1903 por el sistema penitenciario de Nueva York y en 1905 por el Ejército de los Estados Unidos. En 1907, la Academia de Ciencias de París informó públicamente que el método de identificación de personas desarrollado por Vucetich era el más exacto conocido hasta entonces.
El sabio murió en 1925 en Dolores. Hoy llevan su nombre la escuela de oficiales de la Policía Bonaerense y el centro policial de estudios forenses de Zagreb, en Croacia. Está sepultado, como se dijera más arriba, en el Panteón Policial de La Plata. Y en el Bosque de la capital bonaerense, el busto de Juan Vucetich se destaca junto a los de Alejandro Korn, Pedro Palacios, Florentino Ameghino y Carlos Spegazzini. (DIB) MM