Por Marcelo Metayer, de la Agencia DIB
Los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX llenaron al mundo de una poesía extraña, que se cristalizó en libros, música, pinturas, fotografías y, en muchos lugares, hermosos edificios. Como el que domina las barrancas del Paraná a 20 kilómetros de la ciudad de Ramallo, en un recoveco conocido como la Vuelta de Obligado, sitio de una famosa batalla allá por 1845. Allí un castillo que parece salido de la Edad Media de caballeros, damas y trovadores fascina al visitante. Y cuando éste se entera de que tras sus muros vivió junto a su esposa el hombre que puso en breves versos la vida, el amor y la muerte del payador Santos Vega, todo cierra y los poemas se juntan en el aire como piezas de un rompecabezas hecho del oro del río.
El Castillo de Obligado, como hoy se lo conoce, en realidad era el castillo de Isabel Gómez Langenheim, ya que el poeta se lo había regalado al poco tiempo de su boda, en 1886. Isabel, amante de las novelas medievales de Sir Walter Scott, quiso tener su propio palacio para soñar con Ivanhoe, Rob Roy y la Dama del Lago. Así que hablaron con el ingeniero-arquitecto Adolfo Büttner y le encargaron el edificio gótico, con sus ventanas ojivales, torres y almenas que no desentonarían en un castillo similar a orillas del Rin.
Uno de los doce
El propio Büttner era un personaje muy interesante. Fue uno de los primeros doce ingenieros civiles recibidos en Argentina en 1870, junto a otros famosos como Luis Huergo. Posteriormente se graduó de arquitecto en Alemania, ya que en ese momento no existía la carrera en nuestro país. A su regreso construyó muchas residencias particulares, el Palacio de Justicia de La Plata y el Asilo Marín en la misma ciudad, entre otras obras de gran valía. De hecho, fue uno de los profesionales que actuó codo a codo con Pedro Benoit en el Departamento de Ingenieros de la provincia de Buenos Aires que trazó las líneas de la nueva capital.
Su obra en las tierras de Obligado se levanta en la estancia llamada, previsiblemente, “El Castillo”. El edificio inaugurado en 1889 tiene tres plantas con ventanales ojivales, en las que se distribuyen 24 habitaciones y 6 baños. En su entrada hay un magnífico hall con tres juegos de escaleras, mientras que las paredes exteriores están cercadas por enredaderas que le confieren un aire de misterio. Esas plantas crecieron a lo largo del siglo pasado y terminaron casi por ocultar el castillo; las fotos de hace más de cien años lo muestran limpio y luminoso, una catedral laica construida como muestra de amor.
El Paraíso y sus habitantes
Las tierras de la estancia fueron compradas por el padre del poeta, don Antonio Obligado, castellano de origen andaluz, al canónigo Andúgar en 1785. Actualmente se ubican en la localidad llamada El Paraíso, levantada en tierras que eran de María de los Remedios Unzué de Alvear. Nada menos que una de las hermanas -la otra era Concepción Unzué de Casares- que donaron a Mar del Plata el Instituto Saturnino Unzué.
En tanto, poco se sabe de la destinataria del castillo, Isabel Gómez Langenheim. Ella también estaba vinculada con la joven capital bonaerense, ya que su tío Manuel Hermenegildo Langenheim, hermano de su madre, fue el primer Venerable Maestro de la logia masónica La Plata nº 80, que levantó columnas -es decir, se creó- al poco tiempo de la fundación de la ciudad.
De Obligado se conoce mucho más. Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires y luego, llevado por la tradición familiar, inició la carrera de Derecho, pero la abandonó enseguida para dedicarse a las letras.
Perteneció a ese faro intelectual conocido como la Generación del ’80 y lo llamaban “el poeta del Paraná”. Si Ricardo Güiraldes, el autor de “Don Segundo Sombra”, era “un gaucho al que se le veía la levita bajo el poncho”, Obligado tenía la virtud de escribir “poesía gauchesca con palabras cultas”. Fue uno de los fundadores de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y además llegó a ser consejero y vicedecano.
El río, como pasaría más tarde con Quiroga y tantos otros, fluye en las líneas de su pluma. Así, en su obra más encumbrada, “Santos Vega”, habló de cuando “en las siestas de estío / las brillazones remedan / vastos oleajes que ruedan / sobre fantástico río…”.
Túneles y espectros
Isabel y su esposo poeta dejaron este mundo y la estancia “El Castillo” pasó a manos de su familia, que aún la conserva. Pero no son los únicos ocupantes del lugar, ya que desde la década del ‘30 ronda las ojivas y las almenas un fantasma apodado “Toto”. Este habitante ectoplasmático hace desaparecer objetos, los mueve de una sala a otra, o abre y cierra puertas en un suspiro. A esta historia contribuye otra no menos misteriosa pero muy cierta: la existencia de pasadizos secretos que comunican salas y habitaciones o que conducen hacia el exterior. Se intuye que estos túneles pueden haber respondido al deseo de “romantizar” aún más la construcción, pero teniendo en cuenta el seguro acervo masónico del ingeniero-arquitecto Büttner, quizás más de una reunión de la orden tuvo lugar en esos silenciosos y fríos claustros.
Jorge Luis Borges, Leopoldo Lugones y Fermín Estrella Gutiérrez, entre otros escritores de fuste, estuvieron en el castillo y admiraron el paisaje desde sus estrechas ventanas. Tal vez hayan encontrado inspiración para sus propias obras, quizás el encuentro entre los versos sobre el payador que desafía a Juan Sin Ropa (el Diablo) y las historias de “la dichosa Inglaterra” que cuenta Walter Scott lograron abrir otra puerta levadiza más, esta vez en sus mentes creativas.
Mientras tanto, el castillo sigue provocando admiración, miembro de esa selecta familia a la que pertenece el palacio Naveira, en Luján, y el de Egaña, en Rauch. Construcciones de índole fantástico, en plena pampa. Libros en piedra, como bien dijera alguna vez Víctor Hugo, y que cuentan historias de ese fin de siglo romántico, que tanto nos influye todavía hoy. (DIB) MM