La romántica Trinidad, en la isla de Cuba, es un destino que debe estar presente en cualquier itinerario colonial. Fue una de las primeras villas fundadas por los españoles en Cuba, en 1514, e invita al viajero a recorrerla por sus calles empedradas, casas muy altas, de colores vivos y con enormes puertas de madera.
Todo el patrimonio arquitectónico de la ciudad es producto de los años de prosperidad de la industria azucarera y de la mano de obra esclava: las calles empedradas, las casonas y las construcciones religiosas son parte de esa historia que los locales hoy cuentan y muestran a los turistas.
Moverse por Trinidad resulta fácil porque, a diferencia de lo que pasa en La Habana –donde los puntos de interés están distribuidos entre la “ciudad vieja” y la parte moderna, a varios kilómetros de distancia entre sí–, el centro está concentrado en unas pocas manzanas.
Un buen arranque para empezar a descubrirla es darse una vuelta por la playa Ancón, un pintoresco salto de agua a 10 km de la ciudad y una de las más atractivas zonas montañosas del archipiélago.
Aunque lo ideal es dejarse llevar por los pies y llegar al corazón de la ciudad, que lo marca su coqueta plaza Mayor. El verde de sus palmeras y parterres y el blanco de sus farolas y bancos armonizan con amarillo de los edificios circundantes.
También hay que visitar el Museo Municipal o el Romántico, la Iglesia Parroquial Santísima Trinidad o el conmovedor palacio de Cantero, con tres pisos y un mirador desde donde uno puede tomar la mejor fotografía de la ciudad, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1988.
Antes de partir, no olvide ir hasta el bar La Canchanchara y tomar un trago del mismo nombre: agua ardiente, miel y jugo de limón. Mientras que en el restaurante La Botija se puede escuchar rock internacional, por ejemplo, las noches en la vereda de la Casa de la Música combinan jazz y salsa.
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